Casi al instante de conocer a Evan


supe que era una persona increíble. Era un tipo del que nunca te cansabas, siempre te hacía reír con sus historias y caía bien a todo el mundo. No tardamos mucho en hacernos colegas.
Me encantaba ir con él a la cervecería Liceum que estaba a dos manzanas de mi casa. Nos servían una tapa gratis con cada jarra de cerveza. Nos hinchábamos a boquerones, patatas bravas, tortilla y aceitunas con anchoas. Pero lo que más me gustaban eran sus historias. Había visto más de medio mundo y nunca se quedaba suficiente tiempo en ningún lugar, por lo supe que este debía de ser especial para él.
Siempre me contaba cómo había recorrido desiertos, atravesado selvas, escalado montañas, nadado con tiburones... y aún tenía tantas cosas que hacer... tantas ganas de dar otro bocado al mundo, a su manera, así a lo loco. Le iban las emociones fuertes: tirarse en paracaídas, hacer puenting... incluso hubiera surfeado las olas de un tsunami si se le hubiera presentado la oportunidad. No había nada que no pudiera hacer. Nada le daba miedo.
Y sin embargo, era incapaz de invitar a cenar a la chica de la tienda de discos. Lo veía pasar cada mañana por delante de la tienda que estaba bajo mi ventana, con cualquier excusa y entrar de vez en cuando para fingir que buscaba algún disco perdido de vinilo, pero sus ojos no se separaban de la figura menuda de la joven.
Evan me enseñó que a veces estamos dispuestos a hacer las cosas más increíbles del mundo para excusarnos de realizar la más sencilla de las tareas.Que es más fácil exponer a nuestro cuerpo al mayor riesgo que exponer a nuestro corazón. Que aunque posiblemente yo fuera la única persona que lo sabía, sí que había algo a lo que tenía un miedo atroz: a un no. Y me di cuenta de que tan solo dos letras podían hacer más daño que cualquier otra cosa en el mundo, por peligrosa que fuese.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

¿Qué opinas?