En su ático.
estrellas. Por eso le gustaba que fuese un ático y estar más cerca del cielo.
A la derecha todo eran montes... bosques oscuros y misteriosos rozando los acantilados de la playa que subían hasta montañas frías. Naturaleza poblada de románticas leyendas que ella inventaba cada noche.
Y el acantilado.
Ese borde rocoso que bajaba hasta un arenal uniendo aquel edificio con toda una ciudad. La línea donde terminaba la vida de esas bailarinas azules de sal y agua, rompiéndose en mil gotitas, convirtiéndose en lo que siempre habían sido -solo mar- para renacer de nuevo.
En medio de la noche, un vacío mágico.
Pero si volvía su mirada un poco hacia la derecha, luces y rascacielos. Grandes calles atestadas de tráfico y gente. De diversión. Espectáculo. Millones de momentos efímeros. De vida.
Cómo le gustaba intervenir con su pensamiento en la vida de cada una de esas personas: el grupo de amigos que sale de fiesta, la modelo a la que fotografían todos los medios en la inauguración de una joyería, la pareja apasionada que disfruta de su mutua compañía...
Tenía el tiempo y el espacio condensado en unos kilómetros cuadrados, a sus pies.Detrás de todo eso, minúsculo entre el alboroto y los edificios, el aeropuerto. Ella no podía verlo, pero sabía que estaba allí, porque veía todas esas lucecitas descendiendo de las estrellas para traer de miles de kilómetros a viajeros, misteriosos, lejanos, o ascendiendo hacia ellas para llevar a otros a lugares más sorprendentes, exóticos.
Entonces, cuando quería descansar del mundo, regalar la libertad y la intimidad a sus ciudadanos, convertirlos en dueños de sus vidas y por un momento dejarles a solas sin cuidado ni vigilancia, soñaba con montar en uno de aquellos aviones, y desaparecer en el cielo para llegar a destinos inalcanzables, mundos a los su imaginación no podía volar.

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