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Esa necesidad de decir adiós...


Podemos habernos pasado los días discutiendo con la misma persona, gritándole, insultándole porque tienes ganas de hacerlo y no importa, siempre lo vas a hacer. Conciencia de inmortal... como si fuéramos tan fuertes que nada pudiera destruirnos, tan astutos que ningún peligro puede sorprendernos, como si en realidad la muerte siempre viniera a los noventa años, tras pasar semanas en la cama y entonces supiéramos que es la señal para dejar de gritar y ponernos a derramar lágrimas a su lado diciendo lo mucho que lo queremos.

Cuando llega el final todo es diferente, todo cambia, aparece la marea y los sentimientos anclados en el fondo con una fuerza tenaz que no permita que se los lleve la corriente, afloran a la superficie, y el agua se lleva los sentimientos de odio y demás, sentimientos sueltos que no tienen ninguna relevancia en el momento porque nunca fueron más que rabietas temporales sin ningún fundamento real.

Sin embargo la mayoría de las veces el fin no llega de esa manera, llega de repente, metiendo la culpa en nuestra cabeza, esa culpa infinita que se come nuestra conciencia por no haber adoptado la actitud de despedida, de abrir el corazón.

Nunca pensaste que harías sin las bromas de papá ni las regañinas de mamá, sin los secretos de hermanos, sin las cosquillas de tus amigos, sin la sonrisa de tus abuelos y sin los abrazos de él o ella. Y mañana quizá sea demasiado tarde.

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